Pero Marlaska no es Kissinger
En 1969, Henry Kissinger dejó para la historia una de esas frases icónicas que tanto aman los biógrafos. Elevado a celebridad nacional por lograr un acuerdo de paz que parecía imposible entre Estados Unidos, Vietnam y Camboya, el profesor de Harvard y hombre fuerte de Nixon funcionaba como un bisturí cada vez que tenía un micrófono delante. En uno de los perfiles que se escribieron tras la Paz de París, Robert B. Semple Jr. recordó algo que dijo ese año: “no puede haber una crisis la semana que viene. Mi agenda está llena”. Sus palabras quedaron esculpidas en mármol, e infinidad de teóricos y periodistas las repitieron infinidad de veces por todo el mundo.
Era otra época. Incluso parecía que las guerras iban a otra velocidad. Sin teléfonos inteligentes ni redes sociales, el tiempo en política se medía en lo que tardaba en salir la siguiente tirada de periódicos. Hoy esos plazos se han quedado reducidos a una cuestión de horas, a veces minutos, y a los políticos se les exige reaccionar (y acertar) muchas veces sin saber exactamente cómo ocurren las cosas.
Al ministro Fernando Grande Marlaska le gustaría vivir en 1969, y no tener más crisis hasta la semana que viene. O hasta la legislatura que viene. Su gestión al frente de Interior ha sido desde el inicio de la pasada legislatura una nefasta consecución de tropiezos, pero lo que agrava aún más los escándalos es su soledad. Solo en Ceuta, solo en Melilla, solo en Cataluña, solo en Barbate. Su permanencia en el cargo es una anomalía que no responde a ninguna lógica política ni moral, y cada paso que da su gobierno es un martillazo más en su credibilidad como ministro, como juez y como persona. Por no quedarle, no le queda ni expresividad, y que continúe de pie solo se explica en términos militares: es el escudo humano de Sánchez. El parapeto de la desvergüenza.
«Cada vez que coinciden un sarao y una crisis, nuestro presidente elige sarao»
Hay dos imágenes que definen a la perfección la claudicación del Estado de Derecho ante el narcotráfico en Barbate. Una es que las lanchas del contrabando tuvieran permiso para atracar en el puerto. La otra es el silencio y la sonrisa de Sánchez en la gala de los premios Goya. Cada vez que coinciden un sarao y una crisis, nuestro presidente elige sarao, y no importa que erupcione un volcán, un litoral entero se llene de pellets o dos guardias civiles mueran asesinados en acto de servicio. El tuit fresquito llega siempre antes que la condolencia.
Los fines de semana son espacios reservados para el “Aló, presidente”, versión partido. Sumergidos en plena campaña de las gallegas, en el PSOE debieron pensar que referirse al asesinato de los dos agentes, aunque fuera de lejos, iba a empañar el mensaje electoralista del día, lo cual es imperdonable para ellos. No se planteó cancelar el mitin para visitar Barbate porque este gobierno opera únicamente con sentido táctico y materialista. Piensa, habla y actúa solo donde puede rascar un apoyo, un voto. La piel, la sensibilidad, el dolor de los familiares es cosa de otros. Si todavía no se ve suficientemente claro, solo hay que fijarse en cómo Salvador Illa, entre honrar a los muertos y renunciar a su moral eligió no brindarle ni un minuto de silencio a las víctimas en el Parlament de Cataluña.
Que a Grande Marlaska le viene grande el cargo quedó patente hace tiempo, pero llegados a este punto ya no se evalúa su aptitud política, sino su condición humana. La frialdad con la que el ministro despacha la muerte y el crimen es digna de aparecer en los manuales de psicología. Debe resultar muy difícil ser hoy Guardia Civil en Barbate, en Almería, en Melilla o en Sanlúcar, con un gobierno que nunca da la cara ante la desgracia, que no asume jamás su responsabilidad, que se muestra sistemáticamente opaco con lo que firma con Marruecos, que inventa verdades alternativas y que baja los brazos ante la delincuencia y la muerte, ya sea en el mar o en lo alto de una valla. ¿Hasta cuándo abusarás, Grande Marlaska, de nuestra paciencia?
Cada minuto que pasa en su puesto se extiende la sombra de sospecha con lo pactado con Marruecos. Marlaska debe dimitir o ser cesado, pero antes comparecer en el Congreso y explicar por qué se desmanteló un grupo de élite antidroga que estaba haciendo retroceder al narco, cuánto nos está costando el giro en la política exterior con el Sáhara, por qué la frontera de Melilla aún sigue bloqueada por nuestros “socios preferentes” 5 años después o por qué se permite la expulsión de la Guardia Civil de Navarra, por ejemplo.
Falla el Estado, falla el ministro y falla este presidente, al que le gustaría pasar a la historia como el hacedor de acuerdos de paz. Pero Marlaska no es Kissinger. Tampoco Sánchez, por mucho que se empeñe en resolver el conflicto ficticio con Cataluña con una amnistía. La muerte de dos españoles en Barbate debería ser suficiente como para quitarse la máscara de político por un día y dejar el traje de malabarista. Esto no se tapa orquestando críticas contra Feijoo ni haciendo aspavientos contra Israel en Bruselas.
No caben más reprobaciones. El único camino es el cese y el reemplazo.