De ‘La Machi’ no sales ileso

Cuando has leído a Lorca, encuentras a Lorca muchas veces, como un eco infinito que salta de obra en obra, de libreto en libreto. Pero, ¿quién salta realmente, Lorca o la vida?

«Nuestros actos ocultos” agotó todas las entradas de todos los días antes de su estreno. Presagios aparte, acudo al teatro como a los libros: casi siempre sin leer la sinopsis. Me gusta llegar por impulso, por conexiones con otras novelas leídas, por la recomendación de algún amigo en quien confío. Esta vez fue por Carmen Machi (inciso: este país debería empezar a decir “una de Machi” como cuando nos referimos a obras y películas de actores y actrices que, hagan lo que hagan, traspasan el escenario). Solo verla plantada bajo una luz es una experiencia cargada de matices que pocos pueden transmitir. Te arrolla, literalmente. Te atrapa. Quizá por eso viajas a la barraca de Lorca, y al segundo siguiente a una discusión con tu madre en el salón de tu casa. Machi pone piel cruda a uno de esos tabúes de los que huimos, tan negros que son incompatibles con aquello que llamamos humanidad, y en mitad de tanta negrura es capaz de componer un gesto o tres palabras y sacarte una carcajada y hacer que te sientas doblemente culpable.

Si al salir te paras en la Cantina del Matadero a reflexionar sobre lo que acabas de ver, una vez que desaparece el embrujo de ‘La Machi’ empiezas a verle las costuras a una obra de compleja violencia, que tiene ritmo y despliega bien sus capas, pero un cierre que se desploma demasiado brusco sin terminar de desarrollarse. No termina de encajar el alzheimer de una Azucena desahuciada al oírse las sirenas de la policía. Quizá tampoco la obstinación maternal convertida en furia homicida de Elena —la Macarena García ‘yerma’, moderna y frágil, de Lautaro Perotti— o la discapacidad a medias de Patri, pero te salva la iluminación, una buena dirección de escena… y Carmen Machi.

Porque es capaz de hacer que te encojas al ponerte en la piel de una madre que no quiere a su hija. O que sí la quiere, pero que, si tuviera que elegir, preferiría que no hubiera nacido. Debe ser duro decirse a la cara una verdad tan grande, pero viendo la obra no hacerlo tampoco te deja ileso. No estamos programados para no desear un hijo, o para preferir dar tu vida a la música antes que a alguien de tu sangre, y al no estarlo no salen las palabras, o lo hacen en forma de sarcasmo, de rabia callada que explota en crueldad, de frustración macerada por años de renuncia que terminan traducidos en palabras que son navajazos.

Eso también es la vida. Lo sabía Lorca cuando compuso el deseo más grande en un vientre vacío, y lo sabe Perotti al ponerle delante a Azucena una botella para que olvide que su vida acabó demasiado pronto. Lo complicado es decirlo, aprender a comunicarse, a entenderse, a quererse a pesar de ello. Todo eso que tanto nos cuesta, y que Machi hace tan fácil.

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