Ese fuego que nos sigue quemando

No se me va de la cabeza. Sé que se me escapan cosas. Que hay que vivir mucho, a lo largo y a lo ancho, para agarrar todos los significados. Pero en este nivel de espectador al que le falta teatro, historia, arte y mitología y otras tantas cosas también se puede sentir la obra de Alberto Conejero como un dolor propio, como cuando se contempla el arte sin audioguías. Porque el de Patroclo es el dolor de la pérdida, que es universal, y ese vacío el lugar, quizá el único, donde los mortales podemos tutearnos y hablar de frente con las grandes figuras de la historia y la literatura.

Lo dijo el autor de otra obra que vino a abrirnos la cabeza: En mitad de tanto fuego reúne a Homero, cómo no, pero también a Safo, a Luis Cernuda, a Anne Carson, a Pedro Lemebel, otras personas-lugar a los que llegamos o debemos llegar alguna vez. Sin embargo, el verdadero protagonista, quien narra y domina realmente la historia aquí no es el héroe, sino el secundario, el anónimo que ocupa la sombra, el ángulo muerto de la historia que tantas veces se omite en los libros pero sin el cual perdería todo su sentido. Puedes llegar al teatro con los versos leídos de Anne Carson o Cernuda y encontrar una gama de colores más rica en la interpretación soberbia de Rubén de Eguía, pero también hacerlo desnudo de referencias. La obra te va a arrollar aunque no quieras.

No existe puesta en escena más sobria que el actor y la luz. Eso es En mitad de tanto fuego. Actor. Luz. Palabra. En esas tablas negras despojadas de vida, la voz de RdE toma el control dejando que cada cual viva la obra según su imaginario. Conejero no pone límites al espectador, quizá porque el horror puro de la guerra no conoce límites ni tiempo, y tiende a repetirse en una sinrazón que se lleva por delante a los Nadies por el afán primitivo y estúpido del ser humano de matar y autodestruirse alegando honor, bandera o patria. Rubén de Eguía los nombra uno a uno como un recuerdo para que entendamos que la vida, la muerte, el amor y el odio son inmortales, que la Ilíada de Homero son las Cruzadas templarias y la guerra mundial que vivió Vassili Grossman, y la gesta de Aquiles la de Temerlán, Cortés, Guernica o el pobre diablo que pilotó el Enola Gay el día que desapareció Hiroshima. «Seguimos hablando de la guerra de Troya porque todavía sigue ardiendo».

Cambia el rostro, el hecho permanece. En mitad de tanto fuego es un bosquejo de la muerte, pero también una llamada a la esperanza y la libertad. Porque incluso cuando el mundo se abrasa, hay personas que insisten en pintar las cenizas de colores. Lo cuenta con lágrimas un Rubén-Patroclo intemporal que se acuerda de la muchacha que se cortó las manos para no fabricar obuses de guerra, de la anciana que escondió en su desván al enemigo y lo llamó «hijo», o de los 23.000 soldados de la Wehrmacht asesinados por negarse a asesinar, cuando le pide a Aquiles que no luche pero él se viste con su coraza, o cuando le pide que elija la vida mientras él desafía a los dioses y encuentra la muerte. Al final, la obra recuerda que, la mayoría de las veces, la gloria del héroe es un significante vacío que se llena con la muerte de los inocentes.

Necesito volver a ver la obra, captar mejor la luz y recrearme más en la belleza del guion, y también buscar a Homero en los poetas y los escritores. El monólogo es tan honesto que se te queda pegado a la conciencia y te advierte sobre lo fácil que es provocar un incendio que acabe con todo. Aunque todo regrese para repetirse.

«Hay una ciudad invisible bajo el mundo. Vieja ciudad de devorados, de desaparecidos, de fusilados, de niños que nunca fueron hombres, de cuerpos que ya nadie abraza. Hasta aquí nos traen sin cesar miles de pequeñas barcas. Porque, ¿qué hay después del último canto? Cincuenta mil ataúdes de zinc. ¿Qué hay después del último canto? Alguien que busca entre los escombros a alguien, alguien llora ante una lápida y repite un nombre. ¿Qué hay después del último canto? Alguien que espera detrás de la alambrar con una malta y las cuatro cosas que pudo salvar. Eso no lo cuentan, pero el corazón de las epopeyas está lleno de gusanos. Porque cuando cae el primer muerto, ¿quién se salva?»

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