El gas y la aguja
En 1772, antes del experimento que le llevaría al descubrimiento del oxígeno, James Priestley obtuvo por azar óxido nitroso, un gas aparentemente inocuo que se quedó en el olvido hasta que, 20 años después, otro químico le encontró un uso lúdico. Humphry Davy, ensayando consigo mismo, vio que inhalar aquel compuesto le llevaba a un estado de euforia. La voz se corrió rápidamente entre la alta sociedad inglesa, y su uso se popularizó como el gas de la risa.
Pero no fue hasta 1844 cuando un dentista descubrió el uso terapéutico que conocemos hoy. Horacio Wells asistió a un espectáculo en el que un grupo de voluntarios ingería óxido nitroso hasta que estallaban en carcajadas. Tanto, que uno de ellos tropezó y cayó estrepitosamente al suelo. Al regresar a su asiento, se encontró con la pierna desgarrada. Sin embargo, el hombre no sentía dolor. Sorprendido por lo sucedido, Wells quiso probarlo pidiéndole a un colega que le extrajera una muela después de inhalar el gas. Acababa de descubrir la anestesia en odontología.
El óxido nitroso engaña de manera curiosa al sistema nervioso. A dosis pequeñas, reduce la sensación de dolor y aumenta la hilaridad hasta provocar risa incontrolada. Con dosis más elevadas, el individuo experimenta un estado de excitación generalizada, de ahí su uso actual como droga lúdica.
Risa incontrolada como respuesta para enmascarar el dolor. Que no desaparece, solo que el cuerpo es incapaz de sentirlo.
Esto guarda cierto parecido con los mecanismos de defensa del inconsciente para protegernos ante un trauma. O una crisis. Estrés, ira, negación, resignación, euforia. En toda crisis, el impacto en la sociedad es tan apabullante para el ciudadano que resulta imposible abarcar por completo la dimensión social, sanitaria, económica y, sobre todo, mediática de la tragedia, generando una respuesta emocional en un sentido u otro.
Para el poder político, ese “dolor” siempre ha sido un elemento atractivo. Manejar las emociones para manipular a la sociedad es una tentación muy antigua, y disfrazarlas de “verdad” una forma sutil de modificar conductas. La historia está llena de ejemplos de gobiernos que aprovecharon el poder y la “anestesia” social en momentos de crisis para introducir cambios en el sistema impensables en un período de calma.
En los años 20, Harold Lasswell, uno de los padres fundadores de la investigación de la propaganda y la comunicación, descubrió que la sociedad tiende a dar por buena la información publicada en los medios de comunicación de masas (MCM), y su conducta se amolda con el tiempo al filtro o la interpretación de los más dominantes. Esto, que se denominó posteriormente como Teoría de la aguja hipodérmica, ha sido utilizado a lo largo del siglo XX por gobiernos totalitarios y dictaduras (también agencias de marketing), para ejercer control y poder invisibles a través de los MCM e introducirse en el inconsciente social para moldear la opinión pública con la mínima resistencia. Y de las decenas de ejemplos que pueden señalarse en todo el mundo, ninguno utilizó ese poder para reforzar los pilares del Estado ni fortalecer las democracias, sino todo lo contrario.
Hoy, esos medios de comunicación de masas ya no son la radio, la prensa o la televisión. Herramientas como Facebook, Twitter o Whatsapp tienen un radio de alcance muchísimo mayor que cualquier otro medio tradicional, permitiendo incluso que una sola persona se convierta en un emisor masivo de información sin filtrar.
Por eso, que desde las instituciones del Estado se aplique masivamente la “aguja hipodérmica” junto al gas de la risa de la desinformación provoca una erosión de las democracias liberales, convirtiendo en peligrosos a gobiernos legítimos. Hungría tiene hoy su democracia secuestrada por un líder refrendado para suspender el Parlamento y ocupar perpetuamente el poder. Vladimir Putin, en Rusia, disfraza de democracia una verdadera autocracia. Trump ha ido erosionando el equilibrio la democracia americana con un discurso de odio y propaganda, y un autodenominado demócrata, Hugo Chávez, pasó de líder del pueblo a dictador ocupando por la fuerza todas las estructuras del Estado.
Regresando a la España de 2020, si al daño que provoca la crisis (respuestas de ira versus euforia) se añade la dificultad de los ciudadanos para digerir toda la información recibida y una ingeniería social (comunicación digital y psicología) cada vez más sofisticada, el resultado es, cuanto menos, un cóctel peligroso. Porque ese miedo ante la amenaza de la salud altera el equilibrio entre Libertad y Seguridad y convierte la idea de la censura y el control social desde las instituciones “confiables” en algo cada vez más atractivo, aunque eso acarree pérdida de derechos y libertades individuales.
Si agregamos un bajo nivel de participación ciudadana, un sistema de transparencia que mengua, una inexistente rendición de cuentas ante vulneraciones graves y una perversión de los instrumentos de control del poder (medios de comunicación públicos, Fiscalía General del Estado, Centro de Investigaciones Sociológicas), los contrapesos pierden su función. La manipulación se convierte en una aguja hipodérmica, y al dolor de la infodemia y la polarización respondemos con una risa de gas que nos anestesia.
Ningún partido de gobierno u oposición puede permitirse la licencia de menospreciar las instituciones ni permitir que se pervierta la dialéctica parlamentaria como estamos viendo a diario. El caos solo genera más caos. Si no se combate el silencio ante la pérdida del respeto al sistema, el daño será irreparable, aunque no podamos evaluarlo hoy. Muchos ciudadanos son incapaces de distinguir ya, no la verdad de la mentira, sino lo verídico de lo verosímil. Y eso debilita nuestra democracia, acercándola lentamente a épocas a las que no queremos volver.
El último estudio del CIS introdujo una serie de preguntas de marcado sesgo ideológico con la clara intención de conducir la opinión pública hacia una defensa del gobierno y predisponerla a) contra uno o más partidos políticos, y b) hacia un modelo de censura informativa controlada por el Estado que vulnera gravemente el derecho a la información y la libertad de prensa, independientemente del sesgo o la línea editorial.
Que esto ocurra en 2020 da muestra de la inmadurez de nuestro sistema democrático, pero también (y esto debería hacer sonar la alarma) del bajo nivel de comprensión social de nuestra democracia. Quizá suene exagerado decir que nos acercamos a un precipicio en un país como España, pero las derivas autoritarias nunca fueron drásticas ni radicales, sino paulatinas, y todas comenzaron con el secuestro y la invasión silenciosa de las instituciones públicas del Estado.
Normalizar la intrusión del poder Ejecutivo en los organismos que deben mantenerse independientes es el primer paso. Que la sociedad permita con su silencio la vulneración de los derechos constitucionales, es otro. No frenar esta deriva solo aumentará el daño, y al final, si tomamos el ejemplo que nos dicta la Historia, puede que ni el gas de la risa sea suficiente para despertar a tiempo y parar al monstruo que se esconde detrás de la manipulación social con fines ideológicos.