Lorquianas, cuerdas como cárceles
El verdugo eres tú, hombre. El verdugo eres tú, mujer. Y la tragedia, de todos. Me acompaña, te persigue, nos rodea. Con estéticas nuevas. Con un disfraz moderno que solo esconde pasado y redes que, lejos de ser sociales, nos aíslan. Una soledad demasiado ruidosa se instala en algún momento en la vida de todas las mujeres del mundo como un agujero negro que se lo traga todo y suena a llanto y huele a miedo. A veces es un grito, a veces una mano invisible, y otras solo una mirada. Media humanidad ha aprendido a vivir aceptando su rol sin rechistar, y tan grande es el peso de nuestra vergüenza que cuando alguien logra el coraje suficiente para desafiar a la norma, parimos al censor que llevamos dentro, la policía de lo correcto, deseando que todo vuelva a ser como nos enseñaron, aunque ello signifique renunciar a la libertad y a la sonrisa y a la casa y hasta a la misma palabra, para seguir sintiendo el calor del presidio.
Lorquianas es una denuncia contra aquello que nos dijeron que debía ser. Un canto de rebeldía que abre las puertas de casas donde no hay más que cuerdas. Cuerdas como mordazas, que enmudecen. Cuerdas como cadenas, que atan. Como sogas que ahorcan. Como barrotes de una cárcel, de la que solamente se puede salir construyendo alas. Así vivieron las mujeres de Federico, yermas, solas, solteronas, pero, sobre todo, calladas. Y en ese consumirse lento resurge Lorca para interpelarnos 90 años después: ¿de verdad habéis cambiado o fingís una ilusión para poder miraros a la cara? Porque Lorca no tiene complejos. Puede revestir la vida de lunas, cristales y laureles, pero siempre, siempre, llega a la dermis, donde quedan reveladas todas las verdades del ser humano, que no por cotidianas son menos oscuras. ¿De cuánta injusticia has sido cómplice en lo que llevamos de día?
Hay palabras que sobrevuelan toda la obra, sin llegar nunca a posarse. Lorquianas es una apelación constante a esa libertad frustrada, a la emancipación de la mujer frente al hombre, pero también de la mujer frente a la mujer. No es casualidad que Lola Padial teja con maromas las trenzas que atarán a la mujer de Lorca. La lucha constante de Adela, de Rosita, de la Novia, de Preciosa por liberarse es la de cientos de mujeres que hoy buscan salida a una opresión que puede cambiar de fisonomía, pero no de naturaleza. Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón. El credo de la fuerza frente a la sumisión. El poder y la vara frente al sufrimiento.
En Lorquianas, Antonio de la Pura pinta con música de piano las raíces de los paisajes de Federico y Lola Padial los canta dando voz y vuelo a un coro de mujeres que son al mismo tiempo el freno y el exilio de tantas. Cruz y dolor mojado. El perro de su señorío. Hay belleza en el montaje triangular que cierra May Melero. Una belleza triste, que interpela al público de muchas formas, se transforma en rabia y pide palabras nuevas para acabar con la tiranía del statu quo, hoy más escondido que nunca en clichés y eslóganes. Pero una belleza luminosa al final, que trae de nuevo la voz inmortal del poeta que removió las conciencias negras de un país que no hemos conseguido abandonar del todo.
A Lorca se lo llevaron hace un siglo, pero la justicia poética es caprichosa. No permite tan fácilmente que se pierda la memoria de un genio. Lorquianas lo regresa, lo desnuda y lo expone para que el espectador decida dónde quiere verse reflejado. Para que se haga la única pregunta verdadera que nos permita seguir adelante —¿por qué?— y cambiar esa libertad que es tabú, deseo y condena por una libertad verdaderamente libre, verdaderamente lorquiana.