La culpa es nuestra

Publicado en El Español el 31.10.18

En el libro The Beatles Anthology, George Harrison afirma que es posible estar parados frente a una verdad y no verla necesariamente; que solo llegamos a descubrirla cuando estamos realmente preparados. Esta mística también tiene su reflejo en el triunfo de la ultraderecha. La victoria de Jair Bolsonaro en Brasil esconde un monstruo que Europa ya conoce de otros tiempos, otros lugares y otras fisonomías, pero el mundo parece incapaz de ver el mal que amenaza con romper los muros de la democracia en Europa. Nos preguntamos cómo es posible, pero no cómo hemos podido llegar hasta aquí.

Los 11 muertos del pasado fin de semana en una sinagoga de Pittsburgh, las 14 cartas bomba enviadas a simpatizantes y miembros del partido demócrata, la renuncia por agotamiento de Merkel tras su última derrota en Hesse o el deterioro del diálogo en parlamento español, donde el marketing de formas y el titular jocoso no oculta la grave crisis de contenido y liderazgo de la clase política, son señales claras del deterioro que sufre la democracia a nivel global. Pero hay muchas más. Señales casi imperceptibles que en mitad de la vorágine política no acaparan nuestra atención, y que son pequeños pasos que nos conducen hacia la catástrofe.

Lo sencillo es hoy hablar del producto y no del proceso; limitarnos a reducir, como apunta Xavi Peytibi, el triunfo de los antidemócratas bajo el axioma de que “el votante es estúpido”. Lo verdaderamente difícil es reconocer que los defectos de los nuevos líderes son los fracasos de las democracias ya consolidadas. El triunfo de Trump, Bolsonaro, Orban o Salvini es una responsabilidad compartida, pero cuando los dirigentes políticos no son capaces de asumir su cuota de culpa ante el auge del radicalismo, no se puede esperar tampoco que los ciudadanos entonen ahora el mea culpa mientras seguimos dando vueltas alrededor del sumidero.

Después de 40 años de democracia ininterrumpida en España, vivimos con la ilusión de tener una red bajo nuestros pies que nos salvará de la caída. Que el Estado cuenta con garantías infalibles para autocorregirse, y que alguien vela por nuestra seguridad y nuestras libertades porque todo está aparentemente delimitado entre lo que se puede hacer y lo que no. Sin embargo, toda esa certeza está construida para afrontar un fenómeno exógeno —un golpe, un conflicto social— pero perdería toda su validez cuando si ese cambio llegase de forma endógena como en Brasil, en EEUU o en Italia, es decir, en las urnas.

Por eso, nuestra realidad se asemeja cada vez más a un ojo de huracán: una falsa calma dentro y un vendaval que lo arrasa todo fuera.

Hemos vivido demasiado tiempo cómodos sin exigirle nada a nuestros políticos (quizá porque el sistema tampoco nos exigió nada como ciudadanos) y esa autocomplacencia nos aletargó impidiéndonos ver lo que se avecinaba. Hemos mantenido un discurso de superioridad moral permitiendo toda clase de injusticias bajo el «mientras a mí no me afecte». Hemos caído en la necesidad artificial de pertenecer a un bando, de participar en una guerra de etiquetas para distinguirnos, de cambiar el diálogo por el meme. Hemos normalizado la corrupción solo de cierta clase política, atacando con saña cuando eran otros los que se enfangaban en escándalos. Hemos criticado el discurso populista, y no hemos dudado en castigar a nuestro rival con mentira y demagogia. Hemos abusado de la protesta, la mayoría de las veces en Facebook, y nos hemos tapado los ojos y los oídos pensando que así, sin diálogo ni vista, el nacionalismo más beligerante y la la derecha radical desaparecerían.

Y así es como resucitan los extremos políticos, impulsados por la falta de liderazgo, por la crisis de confianza en la clase política y la precarización económica. Por partidos que se olvidaron de dialogar, y cuyo contacto con la gente se reduce a una cuestión mercantil, utilitarista. Partidos que ya no ven personas, sino votantes, y que solo aceptan el aplauso y la crítica orientada de determinada manera. Una política de atalayas que gira más sobre estrategias de marketing que en el discurso y la reforma para seguir creciendo.

Para frenar el voto negativo, el discurso del odio en las redes sociales, el señalamiento de un enemigo abstracto y la figura del hombre-fuerte hace falta algo más que marketing y retórica vacía. Necesitamos un trabajo en profundidad para que nuestros errores como sociedad no sean el origen de nuevos fracasos, porque hasta que no entendamos que la política no gira en torno a la cuestión de «quiénes somos» y que es más importante invertir en Educación que crear mecanismos de control y castigo, seguiremos parados ante una verdad sin verla. Qué pena que no nos dijera Harrison cuántas señales necesita una persona para estar preparada.

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