Calladitos a contracorriente (Parte I)

Anoche sentí el peso de los párpados mojados. Una especie de trino rompía la calma, pero no hay pájaros en este desierto, y si los hubiera sé que tampoco cantan de noche. Era una ocarina sencilla, con un compás idéntico al de una de esas canciones que te enseñaban en el colegio golpeando palitos de madera. En mi sueño, todo era grande. Podía meterme en tus ojos si lo hubiera querido, pero me quedé fuera como los cinéfilos que aguantan sentados hasta que las lucen se encienden, y esperan sin parpadear, abstraídos en un universo paralelo de recuerdos de otras personas y deseos de navidad, hasta que el revisor, siempre insensible, te dice que pagues o te marches. Qué poca delicadeza tienen a veces algunas personas a pesar de vivir tan de cerca la intimidad de otros. Porque es cuando está oscuro cuando florecemos. Ese temor a mostrarnos que nos endurece y nos corta la humanidad a trozos, y se lleva la vida interior al otro lado de la pantalla.

Todos estos circuloquios son el resultado de una detonación silenciosa. Si le quitas el volumen a una película de guerra sabrás de lo que hablo. Sin sonido, todo va más lento (o quizá soy yo el que se mueve con más cautela), pero esa laxitud me reconforta. Vivimos demasiado rápido. Jodemos demasiado despacio, y por eso duele tanto. Pensamos que controlamos la velocidad pero es falso. Si fuéramos capaces de mirarnos desde fuera nos reconoceríamos en un punto en mitad del universo que nos arrastra como arena, y quizá se nos desinflaría el ego. Aprenderíamos a nadar calladitos a contracorriente.

Me he impuesto la tarea de no buscarme en los bolsillos para no encontrar puertas que nos lleven al otro lado. Llevo tres días y las manos se me humedecen solamente de pensarlo. Tengo plena seguridad de que es posible cruzar un umbral y regresar a tu casa, pero me clavo a este suelo con las uñas para evitar la tentación de dar un solo paso. No sé realmente si me gustaría. Una persiana abierta con precisión quirúrgica deja entrar ralladuras de luz por la ventana, unos dientes que no muerden por vergüenza de ser demasiado hostiles sonríen sin que nadie los vea, un rubor camuflado entre pliegues de una sábana. Así sería el viaje de vuelta. Así al menos como yo lo recreo por dentro.

Mientras espero a que te decidas, me hago trampas. Lanzo algunas piedras. Ellas saben cuántos días quedan  para que llegue la gran explosión que seguro vendrá, como algo inevitable, y saltan por encima del agua contando los segundos, preparando la pólvora. Podría reventarme el espinazo si saltara ahora mismo desde la azotea donde lo veo todo tan claro pero no me atrevo. Quizá es que las cartas están cambiadas y toda esta partida sea un desmadre maravilloso hacia ninguna parte. Un cuento de autoflagelación descarnada. Nadie mejor que yo conoce el lugar exacto de mis puntos débiles, y bastaría acertar con un dedo para derrumbarme y estallar en forma de verso. Pero no será hoy. Esta guerra que libramos aún no tiene visos de acabar. Apenas han caído los primeros proyectiles. La luz que centellea durante una millonésima de segundo es la energía cobrando forma. Señales imperceptibles para quien vive deprisa. Detalles que algún día me gustaría que vieras. Como un mensaje cifrado o un cajón repleto de bolitas sorpresa.

Estar y tener son dos cosas muy distintas. La primera requiere dos personas. La segunda suena a frío en el dormitorio y noches de agosto en blanco. Aquellos que buscan guarecerse durante la lluvia desprecian el placer de mojarse, y acusan a los demás de temerarios desde sus marquesinas. Yo no quiero vidas iluminadas por neones, ni tener que encontrarte en la escalera arrepentida de no haber subido antes. Me gustan las puertas cerradas solo si estás tú dentro. Si cuando se han marchado todos y solo queda una luz encendida te acurrucas con el pelo mojado y tus labios saben a vino y a sangre y a flores de verano. Puedo entonces dibujarte arcoíris en la cara hasta que tu respiración se vuelve suave. Así el como el mundo se reconcilia con aquellos que esconden lo que tienen dentro.

Cuando todo esté resuelto, cuando este haz nos ilumine, no quedarán dioses ni barreras. No habrá quien imponga su bandera. Habrán dos, que buscan uno. Dos extraños buscando el fuego en la penumbra mientras fuera arrecian bombas y el aire marchita al puro contacto.

 

(Foto: Carolina Maez)

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