El salvapatrias
Hubo un tiempo en que las ventanas de Moncloa temblaban con el solo abrir de un periódico. Primeras páginas letales como cañones de guerra. Las palabras tenían algún valor, provocaban sonrojos, y podían tumbar en cuestión de horas hasta los idilios amorosos más intensos y clandestinos entre un político y el dinero público, o cualquier otro devaneo tipificado en la ley. En el Congreso las formas y el decoro eran tan importantes como el discurso político, y las redacciones eran algo más que un canódromo por la primicia y el trending topic.
Hablo de hasta donde me alcanza la memoria. No sé cuándo llegó el primer salvapatrias a España, si estaba aquí cuando tuve consciencia de mí mismo o es una figura anacrónica de nuestro país, como el toro de Osborne. Pero llegaron un día, chulos, de piernas abiertas, descaro y gomina. Llegaron —supongo— poco a poco, y —supongo también— al principio estaban tan fuera de lugar que muchos pensaron que la propia sociedad acabaría expulsándoles de manera natural como se expulsa un cuerpo extraño. Pero la naturaleza siempre sorprende por su resistencia. El salvapatrias se adaptó a la Norma, y la Norma le indultó entre lagunas y veleidades terrenales, brotó por otros pueblos, se multiplicó como una micosis y alcanzó por fin el ayuntamiento, la asamblea, el parlamento o la presidencia de un club de fútbol.
Con millones de españolitos como testigos, el salvapatrias pasó de proscrito a referente, y acostumbrados a asociar el poder con la élite, confundimos el traje de chaqueta con la decencia. Demasiado tarde. Se hicieron tan fuertes que dejaron incluso de temer por su permanencia en el cargo. Es más, se ratificaban con portadas de revistas del corazón. Demostraron que el ser humano no se pone límites para ser corruptos, y que la voluntad y la justicia se venden muy baratas. Impusieron el concepto utilitarista en el que un piso en Serrano tiene más valor que ser alguien honesto. Y crecieron más, se fortalecieron más y se diseminaron más, ocupando hasta cada pueblo de España.
Se perdieron los límites, y desde entonces hasta hoy parece que no ha habido operación, contrato, iniciativa, convenio, subvención o ayuda de la que no recabaran su tasa. Hace unos años les habríamos llamado mafiosos, pero ahora son salvapatrias porque cuentan con el beneplácito de los votos legítimos.
No hace falta irse muy lejos para encontrarse con un salvapatrias. Si usted quiere identificarlo, aquí tiene algunas indicaciones: finge ser humilde, pero es incapaz de controlar su soberbia. Es cobarde en el cara a cara, pero se crece cuando el viento sopla favorable o suenan palmas a su espalda. Se humilla cuando mengua su poder, pero no duda en pisar cabezas y presumir de ello en privado. Es, por supuesto, mal hablado, mal educado y está mal instruido, pues una buena educación suele neutralizar esos abscesos de bajeza. Suele tener dinero, lícito o ilícito —ambos sirven para acrecentar su falta de humildad y comprar voluntades— y nunca, nunca, asume ningún tipo de responsabilidad. Su ego florecido se lo impide tajantemente. Para algo se inventaron las mentiras.
Seguramente hayan pensado en dos o tres conocidos —o amigos— al leer esta descripción. Yo también los cuento a decenas. Incluso usted y yo somos parte de ese nuevo escenario, ¿o cree que se libraba? Intentamos convencernos de que somos mejores que ellos. ¿Acaso ellos no hacen lo mismo? Ellos gobiernan, pero usted, y yo, les votamos. No se libra ninguno, sea del color que sean. Les votamos y somos cómplices de esta metástasis, de esta orfandad de valores que ha convertido el día a día en un espectáculo bochornoso e indignante a partes iguales, donde los medios de comunicación son correveidiles de corruptos tan sobrados que desafían sin pudor a quienes les recuerdan sus delitos, pactan silencios, ironizan, se regodean condescendientes e incluso se envalentonan, como Luis Bárcenas, al afirmar «sin ninguna duda» que su labor, una labor que ha generado corrupción y podredumbre, bien valía 200.000 euros al mes. Se gustaba Bárcenas; su banda de acólitos y cómplices le vitoreaba con «olés» mientras los padres de la Constitución, retratados al fondo de la sala, aguantaban las arcadas.
Bárcenas es un salvapatrias delincuente, pero los hay igual de ilustres que no han sido condenados, al menos por ahora. Hay presidentes incapaces de asumir algún tipo de responsabilidad política por sus errores y presidenciables que sueñan con concentrarlas todas, si es posible, en su persona. Hay bravucones, hay mentirosos e ignorantes ilustres sin más mérito que el de ser un perro fiel. Hay seres incapaces de aceptar una crítica y demócratas que se definen «con mayúsculas» atraídos inexorablemente por el campo magnético de un sillón cueste lo que cueste, incluido su propio honor.
Hoy, de ese primer salvapatrias irresponsable tenemos un cáncer de corrupción que ha degradado el Estado, el poder político, el judicial, la educación, la Justicia, las instituciones y el sistema democrático. Hoy es mucho mayor la distancia que separa al partido que gobierna de la sociedad a la que gobierna, porque los que han probado la corrupción están infectados y no pueden regresar a su estado original porque no hay aparato judicial capaz de castigarlos a todos, a pesar del daño que infligen a su persona y a las generaciones que están por llegar. Aquellos que, por muy honrados que sean, ya están señalados como cómplices y corruptos por el simple hecho de tener una ideología.
Los padres de la Constitución dejaron anotado el qué, pero no el cómo, y no previeron ni el declive del periodismo ni que la bajeza, la codicia y la insolencia invadirían los mismos escaños que un día dijeron sí a este régimen de toreros salvapatrias.