Construir(se)

A todo el mundo le alcanza el destino que no sabe dominar. La caída solo es el último acto, pero la función puede durar años o precipitarse violentamente en cuestión de días. El tiempo es relativo en política y en los asuntos judiciales. Hay veces que se cae, otras que se deja caer, y otras que una mano te empuja, y todo el proceso se acelera o se dilata en función del interés, o del rédito de la caída. Obvio es que cuando uno diseña el escenario y año tras año perfecciona las reglas del juego, es más difícil caer.

Hay quien hace de esa lasitud exasperante un estilo de vida, una cultura de “lo lento, lo breve, lo simple, lo contemplativo”, como apuntó Gutiérrez Rubí el sábado pasado. En ese movimiento, por ejemplo, Rajoy es el maestro por excelencia. Pero hay también quien por llevar por bandera la improvisación convierte el Congreso en algo parecido a un cine de barrio. Es lo que tiene ser un partido demoscópico como Podemos, que funciona según el barómetro o el deseo expreso de su líder en función de lo que diga o escuche de la calle.

 

 

Lo que se repite cuando llega la caída, ya seas una mente ralentizada o una lengua demasiado rápida, es la desbandada de acólitos que hasta hace solamente un rato se peleaban por el trofeo de aplaudidor. Si en cambio eres un tuitero o tuitera que decide un día sobrepasar la línea del respeto para ganarse un like por una frase de mal gusto, la caída congregará al mismo tiempo a defensores de la Libertad en nombre del humor y a detractores que reclaman límites a la verborrea en nombre del respeto. En ocasiones caemos en el error de pensar que en lugar de caminar, levitamos, y el regreso al mundo terrenal se completa con un trompazo de técnica y ejecución formidables que te dejan marcado/a durante años.

Lo ocurrido con la tuitera Cassandra ha reavivado un debate sobre el que los políticos y los medios de comunicación deberían trabajar sin dilación ni demagogia para encontrar un consenso, al menos en las formas. La Libertad de expresión es un derecho fundamental irrenunciable, pero también lo es la dignidad, y sea cual sea la decisión creará fricción en términos judiciales.

¿Dónde está el límite procesal de algo abstracto como el humor?
¿Cómo se calcula la indignación y el dolor que sienten las víctimas, o de sus familiares, a raíz de un tuit?
¿Quién establece el baremo de lo que es injusticia, injerencia o broma de mal gusto? Y a raíz de ese supuesto baremo,
¿Cómo se justifica que dos sentencias puedan ser iguales, o incluso más favorables para el que enaltece que para el que solamente frivoliza?

He recogido todas estas preguntas de artículos y comentarios oídos en radio o televisión, pero más allá del escarnio y el despellejamiento estéril me preocupan más los porqués. El político debería ser responsable en tanto en cuanto es espejo y ejemplo para muchos, y esa responsabilidad, que debe nacer de cada uno, debe servir para construir puentes, no para destruirlos. Es igual de censurable un presidente del Gobierno que no desaprovecha la ocasión para calzarse un chiste de gallegos que aquel otro político que juega alegremente la crispación social o se salta el decoro con fotos, besos, bebés y puños en alto con tal de mantener la cuota de pantalla en los informativos. Y mientras tanto, la reforma de la Educación, que es lo que nos va a definir como sociedad en 20 años, que espere.

Ese vivir al día, ese afán por ser omnipresente, es compartido por políticos y ciudadanos que confunden una cuenta de Twitter con la diarrea verbal. Creo que la tuitera Cassandra buscaba más unos likes con los que llenar otros vacíos que tienen más que ver con la personalidad y sus carencias que hacer daño a la familia. Pero desconocer los límites no debe eximir a nadie de no sobrepasarlos, y la humillación, la falta de respeto y el ataque gratuito debe encontrar un límite si la persona no pone medidas para frenar su incontinencia. Porque el daño, como el humor, también es subjetivo. Lo difícil es hallar el equilibrio. De ahí la condena a Cassandra, que no es por el chiste, sino por un delito de humillación a las víctimas.

Pero así es la eterna lucha. La del prudente y la del necio. Unos intentando desde la moderación y el respeto no caminar con el paso cambiado. Otros, incansables por el palmeo, la foto, el reconocimiento, el boato, la palmada en el hombro, el brindis con champagne, aunque sea en vaso de agua. Y la pregunta que sigue, día tras día sin que nadie haga nada es: ¿hay que construir para construirse o construirse para construir?

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