Elogio a la mediocridad

Últimamente, me cuesta encontrar un tertuliano o un político que sepa hablar más de dos minutos sin mencionar conceptos como multiculturalismo, “hacer España” o “dimensionar” algo. Se puede dimensionar casi todo, un problema, un drama, un plan de reconstrucción de un sistema de vertidos químicos o la compra de la semana. Lo importante es que se pronuncien las palabras mágicas, no su  significado en el discurso. Pero hay un término que los supera a todos: la posverdad. Algunos —seguimos con políticos y tertulianos— dan gracias cada día por haber vivido el momento histórico en que la posverdad fue elegida neologismo del año 2016. Y es tanta la devoción que sienten hacia esas tres sílabas que no hay discurso o mensaje en redes en el que no aparezca.

No es que yo pretenda limitar el enriquecimiento léxico de la clase política. Faltaría más. Ojalá se pudiera estimular a un dirigente a coger un libro, un diccionario o un libro de gramática. Deseos aparte, lo que verdaderamente crea indignación es que los mismos políticos que patean diccionarios y libros de gramática pretendan que creamos que tienen el don de la palabra. La sensación de ser cool solo por hacer un guiño a un neologismo, según quién lo haga en España, nos deja entre la risa y el bochorno, pero no esconde el problema. Y es que el político ya no se responsabiliza de su propio mensaje. Es el  receptor quien tiene la responsabilidad de comprenderlo a la primera, a riesgo de quedarse sin derecho a réplica. La consigna ahora es que si no comprendes, no estás a la altura, aunque el político tampoco sepa qué es lo que quería decir al hablar de posverdad.

Algunos nos indignamos, pocos protestan y reciben un escarnio, otros se callan por vergüenza o apatía y la mayoría asiente con escepticismo sin prestar más atención de la necesaria. Al fin y al cabo, son políticos, y la virtud de la política no es precisamente la verdad.

Pero el terreno es delicado. El silencio colectivo engorda la confabulación, y a medida que los límites del deber ser se estrechan, se abren nuevos espacios de desinformación y destrucción de las reglas del juego. Solo gana quien maneja el hilo. Todo es posverdad, pospolítica, posdecencia. Nadie asume ya la responsabilidad política derivada del cargo, porque es más práctico esperar a la responsabilidad judicial.

Invadidos de posverdad, el caso más flagrante ostenta el cargo de presidente de EEUU. Donald Trump ya no tiene que justificarse ante nada ni nadie, porque de entre toda la avalancha de información sin contrastar que circula oficial y oficiosamente, solo él puede decidir qué es válido. La verdad se corrompe y claudica ante su verdad, y nosotros, en lugar de escandalizarnos, asumimos con naturalidad el engaño, y el daño es muchísimo mayor cuando el mensaje se ensucia de xenofobia. El bulo o la verdad a medias —la posverdad— es mucho más resistente que una mentira, sobrevive más tiempo, y el caos que genera es mayor. Y ahí es donde Trump triunfa. Es el pastor que conduce a su rebaño a no creer en el sistema corrompido, y aunque se podría definir como el fascismo del siglo XXI, parece que hay un pacto de silencio. Es más cómodo hablar de posverdad.

En España ocurre algo parecido con los populistas y nacionalistas. Haga la prueba y entable una conversación con alguno de ellos: jamás encontrará la sintonía. Todo será relativo, interpretable, y la lógica, antes inherente, ya no será universal. Si por casualidad lo llegara a ser tampoco se preocupe. Se le arrancará el significado a las palabras para volver a empezar de nuevo. Todo será posverdad.

Pero el caso se da también en Melilla. Lo mismo da que sean 850 inmigrantes entrando a la fuerza en Ceuta que un polizón en el aeropuerto. Son “hechos aislados”, y pasamos página. Aquí todo es “hacer España” y promover el multiculturalismo, protestar es conspirar contra el Gobierno, y aspirar legítimamente a la presidencia del PP es ser una cenicienta desleal. Y como no hay nada ni nadie que delimite la posverdad a la que se aferra este gobierno y todo se reduce a un elogio a la mediocridad, no nos queda sino esperar al colapso para empezar a construir nuevo, esperemos que con un poco más de tino y menos impunidad. Llamando a las cosas por su nombre.

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