Magia hasta que se acaba

La magia es magia hasta que se descubre el truco. Resuelto el misterio, el asunto pierde todo interés y el mago se convierte en farsante, en un mero manipulador de la realidad; el embrujo que rodea su liturgia y el suspense se esfuman, y la realidad, ahora llena de luces, se descubre desnuda con un foco cenital que ilumina la tramoya y las bambalinas. Y todo parece entonces más burdo, predecible. Artificial.

El político tiene el riesgo de caer muy pronto bajo ese foco de desencanto. Estar en primera línea conlleva asumir que no existe zona de confort, y que los flechazos llegan de todos los frentes. Más aún ahora, rotas las reglas y la deontología de la labor periodística por las redes sociales, donde el insulto se admite y sobrepasa incluso la línea de lo legal, y donde bajo el manto de la libertad de expresión se esconden hooligans dispuestos a morder —eso sí, virtualmente— a cualquiera que no convenga o difiera de sus razonamientos o los de su partido.

Algunos resumen la evolución de la política en la adaptación a la era digital. El juego está en las redes, y gana el que es capaz de controlar a las masas también digitalmente. El político sufre desde más flancos, pero también agita. El espectador sube el tono, consciente de la falta de control de su discurso, pero se deja llevar por el dictado de su líder. Y todo parece natural, magia sociológica, hasta que descubres que todo está escrito. Que el libre albedrío es el cálculo de unos pocos para que muchos sigan al milímetro el dogma de partido, que no es otro que fomentar el hooliganismo como maniobra de desgaste o autobombo, según convenga.

Creer que la opinión de grandes, medianos y pequeños en una red social tiene repercusión es creer en quimeras. La ilusión —la magia— de pensar que estás en contacto directo con el primer eslabón de la cadena por escribir un hashtag, una quimera en el 99% de los casos. La comunicación sigue fluyendo en gran medida de la misma manera que lo hacía hace treinta años, por mucho que el simpatizante/militante/afiliado/hooligan/ usuario se empeñe en creer lo contrario. El líder ordena, los demás cumplen órdenes.

Esta tarea se ve facilitada porque sociológica y antropológicamente, el ser humano lleva la política como parte de su ADN. La defensa de la ideología, pese a ser un concepto abstracto y que no nos pertenece, se realiza a ultranza como si fuera propia con argumentos más o menos acertados, partiendo siempre de la base de que el corrupto es menos corrupto si es de los nuestros, y las imputaciones menos imputaciones si tienen nuestro color político. Ganar o perder ya no es la cuestión. Nuestra defensa de la razón se llevará al último extremo apelando a los rencores históricos —cuanto más lejanos, mejor, para que la memoria se pierda y las sensaciones permanezcan—, la perspectiva se pierda si es necesario y terminemos utilizando a Schopenhauer para tener razón a toda costa con tal de ganar la batalla dialéctica. Los insultos ya son un extra, dependiendo de dónde vengamos cada uno.

Y así, guiados en mayor o menor medida por el político, se construyen los razonamientos de la doctrina de cada partido. Si el discurso tiene magia (y buenos argumentos), prosperará. Sin embargo, si se descubre que detrás de cada palabra existe una maquinaria engrasada para dominar el mensaje y al público, y el público responde de la misma manera, independientemente del mensaje lanzado, el público entenderá que el votante es un autómata sin alma (un robot o troll, el partido una máquina generadora de bolitas de mensajes sin contenido ni credibilidad y el líder una víctima más que desconfía del criterio propio de su electorado y elige pasearse por platós y engordar el show político que se ha extendido como una plaga por nuestro país.

Perder la confianza es el mayor miedo del político, siempre cínico, siempre en la cuerda floja en su relación amor/odio con el votante/lector y siempre consciente de que el capital social —como apunta Pablo Simón en Jot Down: “uno no sabe describirlo pero sabe perfectamente cuándo lo tiene delante”— es algo voluble, de ida y vuelta, por mucho que se empeñe en mantener la ilusión de la jerarquía vertical. Pero la ilusión, como la magia, no suele durar para siempre, y una vez descubierto el mecanismo, lo que queda es ver cómo se apaga entre campañas de victimismo, intoxicación informativa y guerras en redes sociales hasta el nuevo rey puesto.

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