La espiral del miedo y el libertinaje
La Era de Internet no solo abrió las puertas a la gratuidad informativa. Aunque en otros países la prensa ha terminado implantando versiones de pago para ediciones de contenido exclusivo, lo cierto es que los medios tuvieron que adaptarse y volcar las noticias para no quedarse relegados a la nada. El usuario —hasta entonces lector— no compraba periódicos, y a cambio participaba en la noticia, comentaba, difundía y navegaba de una a otra. La fiebre del tráfico digital, el SEO, el posicionamiento en los buscadores fue la primera de las muchas que ha sufrido la era informativa digital. Más tarde llegaron otras, y por ellas se perdió parte del alma del periodismo. La figura del corrector de estilo, hasta entonces paladín del rigor y la ortografía, se relajó por la obsesión de la inmediatez de los directores 2.0 por fusilar teletipos de agencias casi sin contrastar, rectificando sobre la marcha, como si la información digital tuviera el derecho de contener errores por ser gratuita o publicarse de manera instantánea. La tercera fiebre agravó la crisis de credibilidad. La independencia de los medios digitales se puso en tela de juicio (con razón) y se dilapidó con el afán de contentar a los lectores con noticias de interés humano —el antiguo sensacionalismo, ahora con más purpurina y menos valores— y la aparición de los confidenciales de dudosa procedencia, la eclosión de becarios autómatas fusiladores de textos, el toque de queda a los corresponsales, la desvalorización de las plumas referentes, una nueva oleada de géneros periodísticos de mercadillo y la comunión de la empresa privada con el grupo mediático, que viene a ser lo mismo, pero mezcla intereses que, en periodismo, nunca deberían estar mezclados.
La libertad de la Era de Internet ha degenerado en un libertinaje dialéctico donde el insulto y la difamación se amparan por un bosque de redes y perfiles anónimos, organizaciones que construyen su propia red de supporters y evangelizadores que a golpe de chiste o ironía afilada, departen sin importar el rigor, la verdad objetiva o la conciencia. Caiga quien caiga, por obra y gracia de cada uno. Y si preguntan, se apela a la Libertad de Prensa, que queda muy cool siempre apelar a los Derechos Humanos. No así a las obligaciones.
Pero ocurre también el caso contrario: que la Libertad de Prensa y Expresión se restrinjan por autocensura como consecuencia de la libre difamación. El nombre de esta teoría, muy poética, es La Espiral del Silencio, y viene a decir resumidamente que las personas coartan su propia libertad de expresión mediante el silencio para no aislarse dentro de un grupo social. Su autora, Elisabeth Noelle-Neumann la publicó en 1995 cuando aún no había explotado la Era de Internet. Twitter ni siquiera estaba era una idea embrionaria y Mark Zuckerberg tenía solo 11 años, y aunque ya se predecía la inauguración de una nueva era, seguramente Noelle-Neumann no adivinó que su Espiral del Silencio tendría hoy más vigencia si cabe que entonces para beneficio, sobre todo, de los partidos políticos que se libran de las protestas.
Según esta teoría, la opinión pública —la sociedad—, volcada ahora en las redes, se autocontrola y aísla por miedo a la marginación social. En la era analógica, eran los círculos sociales y de amistades los que acotaban la libertad de expresión de las personas. Hoy, la fragmentación de los medios electrónicos y el protagonismo de estas mismas personas en las redes sociales, multiplica exponencialmente el círculo, permitiendo incluso que interactúen personas desconocidas, ajenas a los círculos personales de cada usuario. Cada usuario dispone de más canales de expresión que cualquier antepasado a lo largo de toda la Historia, pero la expresión está cada vez más vigilada por un gran ojo colectivo que convierte cualquier opinión divergente en un estigma plausible de lincharse social y gratuitamente sin posibilidad de resarcirse, restaurar el honor o responder con el amparo rápido de la legalidad.
Lo más grave es orquestar la censura y la represión dialéctica a los miembros de un partido desde la cúpula, o crear una sensación de represión o coerción (insinuando recortes, despidos, estigmas) para que sea la propia población la que se autocensure y no critique al poder, por miedo a las consecuencias. Conscientes del poder de los medios masivos y la opinión pública, los departamentos de redes y marketing político idean constantemente nuevas estrategias para conducir a la sociedad por una determinada senda ideológica de dos vertientes, una más legalista y otra de confrontación. El mensaje lo es todo, porque el ciudadano ya viene crispado de casa, y el poder político lo sabe. De ahí que el juego de palabras, la ironía, el recuerdo de un pasado —sea el que sea— que justifique la dureza de las palabras sean sumandos en una operación calculada al milímetro. Nada se dice por error. Nada se deja al azar. Sociología matemática, que dirán algunos cuando intenten poner negro sobre blanco la manipulación social que ejerce la política con el bombardeo constante de imágenes y reminiscencias manoseadas.
Por todo eso es necesario hoy más que nunca un periodismo profesional que rescate los valores que hacen de esta profesión un talismán contra agoreros, manipuladores, demagogos y sofistas expertos en encontrar en el dolor ajeno los resquicios para pretender llegar al poder utilizando el miedo al rechazo y la marginación como forma de censura social. Si el poder se nutre del miedo social, es un poder podrido, y su podredumbre debe destaparse para que prevalezca el derecho a decidir qué decir (dentro de los límites) sin que ello acarree un linchamiento social gratuito y denigrante.