Cavar para encontrarse

 

Vivir Abajo es la locura que existe en la lucidez, pero también los momentos lúcidos que se introducen en la locura como intermitencias. Es una novela que te arrastra, te adentra en un mundo de túneles imaginarios y te sacude para que salgas y vuelvas a la realidad. Que te recuerda a Bolaño, a Cepeda Samudio, a Faulkner y a Hawthorne y te presenta a Robert Frost, a Pizarnick, al cine de Herzog y al cine anónimo y oscuro que se rueda en un sótano. Son 670 páginas de destellos, de dolor, de túneles geográficos y también de túneles humanos, de la búsqueda de un mínimo de razón en mitad de lo abominable, de pasados que regresan y de futuros que no existen, porque el tiempo se detiene a veces para siempre, las luces se apagan y solo te quedas tú con tus recuerdos y tus voces.

Esta radiografía de América Latina que es Vivir Abajo se presenta en blanco y negro, como el horror nazi de la Europa de mitad del siglo XX. Como los horrores causados por Estados Unidos en el sur. Y como el horror disfrazado de sonrisa que comienza cuando una persona traspasa un determinado umbral. En todos desfilan personajes como sombras que amenazan con volverse reales, que cruzan continentes para volverse corpóreos, quizá con otros nombres, pero la misma naturaleza, oscura como una condena, una especie de piedra de Sísifo de la maldad humana.

Toda la historia se te introduce como una piedrita dentro, y ese cuerpo extraño que sientes moverse, a veces lento, a veces febril, llega a las vísceras, a los huesos, al cerebro, sin que puedas hacer nada más que esperar. La historia continúa, a veces no sabes por dónde va (así son los túneles) pero sabes que avanza, sabes que en algún momento morderá la superficie para sumergirse de nuevo hacia lo negro. La tortura, la miseria humana y económica, la injerencia política y las dictaduras, la violencia contra las mujeres, la voracidad humana, homo homini lupus, el terrorismo, el cine underground, la irracionalidad y la magia de las casualidades. Vivir Abajo es un incendio, un puzzle descuadrado que se completa poco a poco, desordenadamente, hasta desembocar en una calma que no sosiega. Que sigue mordiendo cuando lo cierras.

Las interferencias temporales de la novela están tan asentadas que la locura, la violencia social y el desequilibro de los personajes (y tú como lector) lo asumes como parte del caos imaginario del universo de Faverón. El tiempo pasado y el tiempo futuro caminan juntos. Hay un mundo paralelo que no se alcanza aunque releas las páginas. Es el mundo que escapa a la razón, a la moral, y que tú mismo calificas de ficción para soportarlo. No puede haber ocurrido así, te dices, todo es una hipérbole terrorífica, debe tratarse de una distopía, y al segundo siguiente sonríes ante tu propia incredulidad: el mundo también es negro. Hay otro mundo de túneles que no conocemos debajo del que pisamos. Y al que no querríamos entrar.

La locura engendra hijos e hijas. Ha estado, está y estará. Y entre esos estados de luz e intermitencia, de túneles invisibles, vivimos sin ver que todo es un enigma más conectado de lo que parece. George, Raymunda, Ariadna. Chuck Atanasio, Chuck el Murciélago, Jaime Sáenz, Laura Trujillo. Un mundo al que asomarse con una linterna. Una madeja que no puedes parar de comer sabiendo que acabarás vomitándola. Para contarlo, porque esas cosas tienen que contarse aunque sea, al menos, para que haya un poco más de luz bajo el suelo.

*Vivir Abajo (Ed. Candaya)

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