Adicto a la anestesia

Hace un par de siglos, Pierre Flourens descubrió que durante una cirugía el dolor permanece aunque el cuerpo no lo sienta, y que la anestesia no actúa contra ese dolor, sino contra su propio recuerdo. El cerebro, invadido por la química, inhibe su capacidad para registrar el daño, y como un mecanismo de autodefensa lo olvida, y por eso no recordamos, ni llegamos a sentirlo como un golpe o una caída fortuita. A lo sumo, como una sensación inefable en algún punto entre el vientre y la garganta.

Con el alzheimer pasa algo parecido a la anestesia. Puede que nada de esto corresponda a la evidencia científica, pero la imagen que yo recreo de esta enfermedad es una inhibición completa de la memoria, que desarmada se vuelve incapaz de rescatar ya los recuerdos. Todo permanece allí, intacto. Los recuerdos no se borran con la degeneración de la materia gris, y sin embargo el paciente es incapaz de acceder a ellos porque algo ha volado los puentes entre el habla y la memoria. Lo imagino como una de esas escenas de película de ciencia ficción en las que el astronauta se suelta por error del cable que le mantiene unido a la nave y comienza a alejarse inexorablemente, en silencio y sin poder nadar para sujetarse de nuevo. Nadie le escucha, si voz no fluye y su cuerpo se aleja lentamente, sin remedio, incapaz de reaccionar a las brazadas desesperadas del pasajero, hasta que se pierde en el infinito.

El alzheimer es una trampa que dejó a mi abuela encerrada dentro de sí misma, alejándola irremediablemente de todo y de todos, pero con la certeza intacta de que algunas cosas, nuestros nombres, su número de teléfono o el amor que sentía por su hija estaban escondidos en alguna parte. Estoy seguro de que la suya fue una batalla muy dura, que a veces ganó y disfrutó el premio de tener un rato de lucidez. La mirada le brillaba y la sonrisa de haber descubierto algo se le abría entre los labios. Pero cuando esta enfermedad te invade se agarra muy dentro y tiene uñas, y no hay remedio. Siempre acaba venciendo. Los recuerdos no mueren, mueren las personas, y mientras duren los recuerdos siempre habrá alguien que viva. Abuela. Yeya.

Así me sentí mucho después. Durante meses viví anestesiado, ingrávido, vagabundo. Alejado sin un cable que me mantuviera sujeto a la nave, ajeno al dolor que me consumía por dentro, encerrado solo en mi memoria. Perdí mis capacidades motrices creyendo que la parálisis sería algo transitorio, como una anestesia, y me dejé vencer hasta desaparecer, que no es más que otra forma menos dolorosa de asumir el olvido. Nada me conmovía, nada me llenaba nunca del todo, nada salía con forma de palabras. Estoy recordando de golpe ahora todo aquello que quedó bajo el vahído del sedante. Aquello que no salía por más que empujara. Restos de opiáceos me nublaban la vista, dejándome vivir como un autómata en lugares carentes de significados. Busqué la fórmula para reencontrarme y apenas hallaba reflejos de mí mismo en los libros —siempre en los libros, libros tristes— o en algunos retazos de música que alguna vez me hicieron vibrar levemente. Busqué la solución en el silencio, en la experimentación psicótica, y no hallé más que puertas que daban a nuevos solares de mí mismo. Todo permanecía, me acompañaba hasta casa cada día, y cuando decidí marcharme lejos descubrí que lo tenía por dentro agarrado como un huésped. No busqué respuestas. Dejé de perseguir teorías sobre la recuperación del alma, y encontré en algunas bocas una especie de salvación justo antes de caer a un fondo aún más negro, aunque he de reconocer que todo eso duró demasiado poco.

Llegué a pedir que me invadiera aquello que se agarraba a la memoria, y te impide conectar con tu pasado. Busqué el ejemplo de mi abuela, su viaje interior en órbita lunar a ninguna parte. Pedí sentir el placer de flotar en una balsa de vacío para encontrar la calma atemporal y no verte allí, pero hasta en mis zonas más privadas seguías apareciéndote algunas noches. No todas, pero sí las suficientes como para conseguir que no me olvidara nunca. Creo que no es posible olvidar sin dejarse llevar, si te pasas la vida midiendo las consecuencias. El cable que me unía a ti estaba atado a tu cintura y tú ni siquiera lo sabías. ¿Cómo podrías haberme agarrado si ni siquiera eras consciente de mi lastre? Cuando miro hacia atrás dejo que todo esto fluya en forma de verso. Es la única forma de pintar lo abstracto que hay aquí dentro con palabras, de evadirse sin tener que dar explicaciones. Cuando quieres rendir cuentas pero nadie es capaz de escucharte en el vacío, el mundo se aleja y tú aprendes a amar la soledad. Respiras, pero no hay oxígeno, solo vacío. Y entonces te vuelves adicto a la anestesia de Flourens.

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