Como bolitas de flipper

Recién llego de Argentina, me encuentro de cara con la tragedia del pequeño Gabriel. Acabo de salir del limbo de doce horas de un vuelo de regreso en el que casi he acabado un librito de los que que se meten de lleno en el infierno (otro infierno distinto al de Gabriel, no hay solo uno aunque tendamos siempre a la simplificación) de la condición humana.

Me hago preguntas, como todos. Intento descifrar. Incluso me pongo en otra piel para encontrarle sentido a la destrucción de una vida, la real del “pececito” y la literaria del libro que acabo de cerrar, y es difícil no dejarte llevar por la rabia y romper a palazos tu parte del mundo; porque hay días en que el mundo no es el mundo, sino un pozo negro, negrísimo, que se lo traga todo, sobre todo la alegría. Después llegué a casa, y mi sobrino, que acaba de cumplir cinco, me abrazó diciendo que me echaba de menos. Hay días en que nada, o casi nada, tiene sentido. Pero surgen personas (nunca cosas) que te rescatan.

Pero el de hoy es uno de esos en los que siento pena, asco y vergüenza de compartir naturaleza con personas tan cobardes, capaces de dañar y huir y engañar y esconderse de sí mismos. Ellos, los que viven aún, que ya están muertos por dentro, aunque su conciencia disfrace de cotidiano esa realidad alterada por el odio. Siento vergüenza, asco y pena pero intento ir más allá, porque hay algo que supera cualquier crimen personal o familiar. Una falla más grande. Una grieta oculta que se lo traga todo, a todos, y aún no hemos descubierto. Quizá la tenemos delante y por eso no la vemos. Quizá es porque nuestro defecto viene de fábrica, nacemos con esa tara y por eso no somos capaces de detectarla como un objeto extraño. ¿Qué tipo de ira puede llegar a mover a alguien a hacer tanto daño a un niñito indefenso?

Recuerdo perfectamente el día en que tomé conciencia de la mezquindad del daño gratuito. No sé qué edad tenía exactamente. Quizá siete. Paseaba por el jardín con mi padre y vi una piedra que se balanceaba. Aquel era su sitio pero algún trozo de tierra hacía de fulcro y podías columpiarte a la pata coja. Recuerdo caminar muy recto, como queriendo demostrar que caminar despacio era algo distinguido. Clase alta. Algo que, evidentemente, no era. Al final, levanté la piedra para descubrir el motivo de la basculación, y del agujero salieron despavoridas cientos de hormigas, como avergonzadas de haber sido halladas bajo esa piedra mal asentada. Corrieron por todas partes, y yo, queriendo dar cuenta a mi padre de mi tremenda fortaleza de niño de siete años, di cuatro pisotones al suelo. No recuerdo si sentí orgullo. Lo que recuerdo es que escuché a mi padre preguntarme “¿qué te hicieron?”. Me lo recriminó con sosiego pero con una mueca de una cosa parecida al desprecio y la incredulidad. Fue mi primer bofetón sin contacto físico, y el primero nunca se olvida. Yo tampoco olvido las hormigas, y no tendré vida suficiente para perdonarme ese acto de violencia tan gratuita, aunque fueran hormigas. No corrían avergonzadas. Corrían de miedo.

¿Qué te hizo? es la pregunta que le haría a la homicida del pequeño Gabriel si la tuviera delante. Ojalá me saliera con el mismo aplomo de mi padre aquel día. Creo que esa clase de gravedad solo surge cuando la condición o el momento obligan. Cuando se ha cruzado una línea y ya no puedes regresar a la normalidad porque la normalidad es la vida y tú acabas de quitar una. O decenas.

Las redes arden de odio. No hay nada que detenga esa incontinencia. La frustración carcome cuanto mayor es la impotencia, y no hay nada que cause más impotencia que la muerte. La ley de vida es que nos sucedan los más jóvenes; por eso, cuando se altera ese ciclo perdemos la brújula, y la conciencia, nos convertimos en el animal que llevamos dentro y todo vale, hasta la pena de muerte sin anestesia.

Reabro el libro que acabé hace unas horas. Una página al azar, y leo: «En esos barrios, los barrios en los cuales nací y me crié, existen básicamente dos tipos de personas: las que sobreviven y las que no. Y entre las que sobreviven están las que lo hacen de taquito y las que lo hacen rebotando como bolita de flipper. Pero en las dos categorías encontré gente valiosa, y muchas veces gente valiosa que usaba alguna droga para poder sobrevivir».

Sobrevivimos rebotando como bolitas en un pinball, buscando el disparador que nos relance hacia arriba, lejos del peligro, en vez de tapando el agujero —la grieta— por el que se va todo.

Pienso en Gabriel varias veces, y en todas me regresa la melancolía. Y huyo de las redes, para no contagiarme del odio. No quiero vivir en el odio. No quiero el impulso salomónico ni la venganza. No quiero bascular más sobre una piedra con porte digno y después comportarme como un demente. No quiero volver a justificar cualquier acto de irracionalidad. Y tampoco pretendo nada escribiendo esto; tan solo poner en orden algunas piezas después de una semana en Buenos Aires, donde todo, salvo los taxistas, va un poco más despacio y huele a aquellos tiempos pasados que siempre fueron mejores pero ya no conoceremos porque no se fueron, huyeron al ver lo que venía. Muertos de miedo por lo que veían venir del barrio de San Telmo o de la misma Almería.

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