Literatura no apta para almas débiles

Si los clásicos son un reflejo fiel del lugar donde proceden e Indiana es el corazón del corazón del país, América es un pozo de ruindad y vileza, pero posee un talento enorme para convertir esa podredumbre en poesía. William H. Gass y William Faulkner me han descrito como pocos el frío, la rabia que hace morder los labios, la aceptación de la muerte, la bajeza moral del que no tiene nada y nada quiere. “En el corazón del corazón del país” (Ed. La Navaja Suiza) y “Mientras agonizo” (Alianza Editorial) son dos novelas cargadas de pecados capitales encarnados por seres humanos como usted y como yo, pero que discurren por la vida sin más aspiración que seguir vivos por instinto, cueste lo que cueste, y que renunciaron hace tiempo a los pocos principios morales que tenían.

 

 

Coinciden ambos, Faulkner y Gass, en la irracionalidad del personaje, en la obcecación y la desnaturalización del hombre, en la absoluta falta de escrúpulos. Esa miseria descorazonadora, esa hostilidad perpetua entre vecinos o miembros de una misma familia, ese lamento continuo y esa cerrazón mental que aprisiona a los personajes lo impregna todo e impide que nadie salga de su charca y asome la cabeza. Gass tiene melodía en su estilo; Faulkner rudeza, pero juntos son el mismo cóctel, no apto para almas débiles.

Literatura a dentelladas, sin orden ni compasión con el lector. Páginas enteras llenas de descripciones ásperas, poliédricas en el caso de Faulkner, como si un forastero que pasara por allí tuviera que dar cuenta de la decadencia humana. Esto es lo que hay, amigo, y no se lo voy a maquillar porque nuestro arraigo se sustenta en alcohol, en insultos, en armas, en vender nuestra alma si hace falta, en la irracionalidad y en la mala educación, en saber que los sueños no se persiguen por miedo a que te pisen la cabeza como a una nenaza. Si acaso, cuando ya seas un viejo decrépito y la sociedad te haya recluido en algún pozo podrás escribir lo poco que recuerdes de tu vida amargado.

Porque En el corazón del país todo es una espiral en la que personas y tramas giran por inercia sin posibilidad de salir. Todo es decrépito y nauseabundo, y apenas hay espacio para el optimismo o la esperanza. La náusea persiste aunque cierres el libro, pero regresas otra vez porque la prosa finísima de William Gass te mantiene atado hasta que sientes de nuevo el asqueo de ser voyeur en la casa de La Señora Ruin o el señor Fender, protagonista de uno de los relatos del libro, cuya vida es tan penosa que lo único que le mueve es ver cómo crecen los trozos de hielo en las cornisas.

Algo parecido ocurre con Addie Bundren, la mujer que agoniza en el libro de Faulkner durante 300 páginas por a la obcecación de un marido analfabeto y sin entendederas que quiere cerrar el último capítulo de su vida aun a riesgo de arrastrar a toda su familia hacia la muerte. Todo por cumplir una promesa a contrarreloj y cobrar una póliza con la que arreglarse la dentadura carcomida por el rapé.

 

 

La profundidad psicológica de Faulkner es tan brillante como su recreación del ambiente de la  casa de la difunta, que se tensa y se tensa y parece a punto de volar por los aires al ritmo de la sierra con la que uno de los hijos corta los maderos del ataúd. Rac, rac, rac. Monólogos excepcionalmente construidos desde cada personaje en los que el sonido de la sierra y el frío se clavan, te penetran y te anclan al mismo suelo que pisa el pelele de Anse Bundren, que solo da vueltas sobre sí mismo, mientras sus hijos buscan algo para interpretar el dolor y no encuentran nada más que silencio, rencor y rabia.

Rac.

Tanto mérito como el de William H. Gass, que entra y sale de sus personajes con elegancia, se recrea en su lodo, en su resignación de ya no ser, su complacencia de crecer y morir en el mismo lugar. Son tan penosas sus vidas que las páginas se suceden con una mezcla de piedad, pena, asco y alivio. Se ha vendido tanto la cara A de América que cuando ves el reverso de la cinta prefieres quedarte en casa.

Se mimetizan “Mientras agonizo” y “En el corazón del corazón del país”. Cada fragmento es una imagen, y entre cada una de ellas se me aparecen sin querer los que hace un año, sin tener nada bajo una gorra con el lema “make America great again”, votaron ciegamente a un presidente xenófobo y grosero; ciudadanos americanos sin nada, ni siquiera un mísero certificado de enseñanza obligatoria, pero orgullosísimos de que America les permita tener licencia de armas y airear libremente —ahora más aún con el amparo de Trump— su racismo más primitivo.

Pero hay esperanza, al menos literaria, al ver que si dos historias así siguen mordiendo décadas después de ser escritas. Hoy estoy más lejos que ayer de América. A veces, leer es el mejor viaje.

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