Rascando desde dentro
No suelo leer sinopsis ni comprar recomendaciones o bestsellers. Todo lo que cae en mis manos es por impulso, o bajo recomendación de algunas —pocas— personas. Por eso me sorprende haber encadenado (en este orden) a George Orwell y Margaret Atwood, por un lado, y a William Faulkner y William H. Gass, por otro. Después de terminar 1984 (Ed. Austral), El cuento de la criada (Salamandra), Mientras Agonizo (Alianza Editorial) y En el corazón del corazón del país (Ed. La Navaja Suiza), tengo menos esperanza en la humanidad —más bien en la sociedad— pero en parte sobrevivo gracias a literatura como esta. Paradójico.
En este post, hablaré de los dos primeros, de la pérdida gradual de derechos, del control político de la vida y el deber, la cosificación, del racismo y la misantropía y la misoginia y el utilitarismo que mata y nos mata. De la deshumanización del ser humano, del no derecho a réplica, del miedo de quienes escriban a que su propia historia llegue a hacerse realidad algún día. Cuando lees a Orwell y a Margaret Atwood sientes rabia, impotencia, asco y pena.
Basta una pizca de sensibilidad para caer en la cuenta de que estamos degenerando poco a poco en algo que no es democracia ni libertad, tal y como fueron concebidas. El atraso social rasca cada día un poco más el muro de derechos que otros construyeron para defendernos de los bárbaros; pero lo rasca desde dentro. Somos nosotros —o parte de nosotros— los que con silencio alimentamos esa cerrazón, esa vuelta al origen primitivo donde la virtud es perseguida y se somete por derecho, y no existe más ley que la fuerza divina de un ente suprapersonal, que bien puede ser Dios, el Gran Hermano o una escopeta cargada. Todo vale cuando los límites se pierden en la orgía mental de los tiranos.
Orwell plantea una distopía de control social y mental absolutos en la que muy pocos recuerdan la fecha en la que dejaron de ser libres, porque la maquinaria de poder es capaz de alterarlo todo, incluso el lenguaje, las instituciones o incluso la lógica matemática. No voy a decir nada nuevo que otros ya no hayan escrito. Atwood recoge ese testigo y siembra sobre terreno ya abonado, del que extrae un genial relato de supervivencia revestido de desastres medioambientales, fervor religioso extremo y retroceso moral como formas de modernidad de una sociedad cínica y putrefacta bajo vestidos victorianos. Son brillantes las introspecciones de Offred, la protagonista de El Cuento de la criada, al evocar su pasado antes de convertirse en una persona sin alma ni conciencia ni sentimientos. Un ente vivo que no tiene más valor que su vientre, pero que sobrevive porque mantiene una esperanza.
Pero debo reconocer que me cansa en ocasiones tanto paralelismo con el universo creado en 1984. Una sensación de impostura me persigue durante todo el relato: la invención de neologismos, la psicosis social ante un espionaje permanente, la inseguridad y la falta de respeto a la vida y a la integridad eran originales en 1984, pero no en El Cuento de la criada, que vive de Orwell, de Huxley, de Farenheit 451. A pesar de todo —y para ser justos— Atwood compensa la trama con lucidez aportando un punto de vista femenino y sensible de la podredumbre que Orwell no alcanza.
No queda mucho lugar para el optimismo. El mundo es un lugar infestado de vicio y corrupción, donde la justicia es arbitraria —si la hay— y la vida es una farsa de odio, miedo, hipocresía y desprecio. Y no sé si hablo del mundo real o del literario. Las peores pesadillas son las que tienen un aspecto familiar. Sobrevivimos porque el instinto nos enmudece; porque somos máquinas perfectas de adaptaptación, y porque nuestra memoria es frágil. Por eso no hay lugar para el optimismo en ninguna de las dos historias. Tanto Winston Smith como Offred sucumben al yugo totalitario, y deja un escalofrío inolvidable a quien les lee. Por eso, la pregunta no es cuándo lo veremos, sino por qué no dejamos de rascar desde dentro.