«Ni quorum ni quarum»

No han entendido nada. Y por mucho que la política tenga hoy un rumbo distinto al de hace cuatro años; que los medios, expertos, ciudadanos, analistas, consultores y políticos coincidan en que no hay otro camino que el diálogo, el consenso y la regeneración, y que la amenaza de los populismos y el extremo político se esté extendiendo como una enfermedad que ataca a la libertades más indiscutibles, algunos insisten en seguir cometiendo los mismos errores que nos han llevado a esta situación de indefensión e inmoralidad política.

 

 

A golpe de rodillo, PP y PSOE han pisoteado y retorcido el sistema democrático —y por extensión el judicial— durante 40 años sin que nada, salvo una derrota en las urnas, haya detenido su hegemonía. Es lo que en política comparada se conoce como el modelo Westminster: un partido en el gobierno, un partido en la oposición. Un presidente del gobierno, un líder indiscutible en la oposición. Objetivos antagónicos, políticas contrapuestas. Oposición simétrica.

El modelo Westminster establece un escenario sin apenas sobresaltos donde un partido gobierna libremente y rinde cuentas a un solo adversario hasta que los roles se invierten y cambia el contenido, pero no la forma; es decir, se mantienen los mismos cimientos que garantizan el continuismo y —en el caso de España— mantenimiento de privilegios a la clase política. Frente a ese sistema de bipartidismo consolidado, el modelo Borgen propone un arco parlamentario multipolar liderado por un partido que no siempre es el que más votos recibe, sino el que mejor sabe dialogar y construir relaciones políticas. A diferencia de lo que ocurre en España, donde la concepción es que el candidato más legítimo es el más votado y no el que sea capaz de formar gobierno —o yo o nadie—, en los países nórdicos ganar no da más derecho a gobernar, ni establece una jerarquía de partidos, ni obliga al resto de partidos a supeditarse al vencedor, sino que se limitan a negociar medidas a cambio de apoyo como una garantía removible si las condiciones pactadas no se cumplen.

Parece más lógico, pero es necesaria una madurez política y social que no hemos alcanzado aún en España.

Entre ese intercambio de poder de dos actores políticos se ha construido un parapeto de impunidad que, a pesar de las diferencias ideológicas, ha desembocado en lo que hoy conocemos como «puertas giratorias», «justicia politizada» y «capitalismo de amiguetes». Socialmente, el resultado del experimento tampoco ha sido bueno: polarización del electorado, fracaso educativo, sensación de derrota y desamparo, fragmentación de identidades, adoctrinamiento y deseo de autodeterminación. La culpa no es de la gente, es del maltrato sistemático que se ha hecho poco a poco, año tras año y de manera impune, a las instituciones, a los derechos y libertades. Existe una Justicia distinta para el político porque el político se ha encargado de mantener la figura anacrónica del aforado, y ha asumido que nadie puede decir quién es parte del sistema excepto él. Existe un sistema de Hacienda que ampara a los que pueden y arrastra por el lodo a los que no. Y existe un lenguaje que ha traspasado los límites de la educación y el decoro, que permite la mentira y genera caos informativo porque nada ni nadie puede o quiere regular lo que es verdad y lo que es un invento.

Y todo agrava la brecha que nos impide fomentar un debate de ideas constructivo. Cada victoria ajena se intenta manchar de sospecha. Cada derrota se difunde como un fracaso. Cada argumento se reduce al simplismo. Cada crítica desencadena una guerra de hooligans.

El problema viene cuando esa fricción regresa de vuelta a la esfera política. En Melilla, concretamente, algunos están tan contagiados de ese fanatismo que confunden la comunicación política con la crítica de barra de bar y creen que las redes sociales son terreno neutral donde se permite incluso el insulto y la vejación. Y así, se confunde la legitimidad de optar a la presidencia de un partido con una oportunidad para linchar públicamente a un compañero. No hay lugar para la crítica cuando el dedo apunta al que mece la cuna. Ni siquiera cuando cometen errores —que los cometen— y se ven obligados a rectificar, o a negociar con la oposición a puerta cerrada. La conclusión es siempre la misma. «Eruditos» frente a «novatos». «Expertos» frente a «advenedizos». “Ni quorum ni quarum”, deslizó una diputada desde bancada del Partido Popular cuando la oposición dijo «no» a unos presupuestos que no apoyan desde el principio. Perder la votación dolió, y la frustración se canalizó en insulto, en castiguitos para que la oposición no cobrara las comisiones. En Melilla, no hay victoria si no existe una derrota clara del otro, y duele demasiado perder. Negociar es inútil cuando el rodillo está engrasado y el silencio se vende a cambio de sillones.

La estrategia es clara: deslegitimar a la fuente para deslegitimar automáticamente todo lo que diga, aunque sea cierto. Esa es la norma, pues el líder necesita credulidad, apoyo ciego y supeditación, y lo importante es la forma, no el contenido. Lo que diga el adversario nunca será una verdad, sino una verdad alternativa que se impone por aritmética, no por lógica. La posverdad melillense.

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