Pámies y los caprichos de alguien
No recuerdo con detalle ninguno de los cuentos que he leído. Solo percibo sensaciones. El vuelo a Málaga y el transbordo para llegar a Madrid se han diluido sin querer, y la última página del libro ha concluido, sin exagerar la realidad para hacer coincidir la casualidad con el giro literario, pues no es para nada necesario en este caso, con el avión tocando Barajas. No tengo revelaciones ni frases lapidarias después de acabarlo. De hecho, esto no es una oda al libro. Es un dato, pero a mí, que las sorpresas no me sorprenden con la misma intensidad que al resto de la gente, incluso me ha parecido sorprendente que me haya resultado llamativo. Como decía, solo percibo sensaciones. Vidas pasadas, vidas que aún están por llegar; vidas ajenas que siento a ratos como mías; vidas que, aunque no quisiera vivir, querría probar por el íntimo placer de saber qué se siente, por puro conocimiento de otras vidas. Me he identificado con más páginas de las que creía, y la sorpresa es quizá mayor por el recelo con el que he empezado el libro. Ya me advirtió el prologuista en la primera hoja que se trata de un libro infinito. No sé si llegaré a sentirlo tal cual. Sé que lo releeré, yo, que no soy muy dado a las relecturas, si es que existe esa palabra. Lo leeré para recordarlo, pues con cada cuento era como si la vista se me emborronara y hubiera dejado de percibir matices, como si viera por el simple hecho de poseer el sentido de la vista pero no mirara, dejando que las palabras me acuchillaran sin piedad. Ni siquiera he sucumbido a la tentación de pedir un bolígrafo a la azafata para anotar la tormenta de frases que me surgían por dentro en cuanto al libro y todo lo imaginable fuera de él, pues en cualquier detalle encontraba enlazados un paralelismo que yo solo puedo descifrar.
El rayo ha venido desde el primero de los veinte cuentos, y ha sido tal la descarga que ya no he podido seguir leyendo de la manera en que los empecé. Hay sexo, soledad, sexo a solas, soledad y lágrimas, lágrimas de roces, roces a la inmoralidad, pensamientos que no se dicen, familia, dramas, pocas alegrías, silencios, metáforas que necesito descifrar como sea, cuentos breves, cuentos largos, fantasías inconclusas, finales abiertos, y cada una de estas cosas eran pequeñas explosiones, pequeñas ideas que se atomizaban sin nadie que pudiera controlarlas. Hace un par de meses leí que hay gente que percibe cincuenta sensaciones mientras que otra solo puede percibir siete. No sé si llegaré a cincuenta. El autor seguro que supera las cincuenta mil. Quizá no llego, o quizá me paso, porque a veces se me atragantan y se atropellan tan rápido que no tengo tiempo ni de enumerarlas. Y da rabia. Mucha. Pero he aprendido a no abarcarlo todo para disfrutar más de lo poco que puedo agarrar, aunque a veces no me consuele la idea.
Abro de nuevo una página al azar, y sin leer más que una línea debo confesar que una de las cosas que más me ha imbuido es la precisión de cada palabra, la intención de que cada verbo y cada adjetivo ocupen un lugar y que ninguna otra palabra pudiera reemplazarlo para mejorar la calidad del texto. La prosa de Pàmies, así se llama el autor que hasta ahora no había presentado, es ágil, ácida, dura y a veces tan lacónica que desespera, sobre todo cuando habla de calvarios internos que deberían ser como volcanes vistos desde el exterior. Él lo describe con una frialdad que exaspera, pero te hace reconocer que no todos, yo entre ellos, vivimos la pasión como algo desbordante, y siento una ligera pena ajena, porque creo que su forma de sentir se parece a la mía, que a veces quiero describir pero no lo consigo. O, al menos, no con la afinación que a mí me gustaría. Por eso no estoy destripando el libro, porque hablo de sensaciones. De lo inefable de lo cotidiano, alejándome de los halagos de la prensa cultural que acompaña a la sinopsis de la contraportada. Mi veneración es silenciosa, algo cómplice. Quizás esta vez sí me gustaría que fuese más real, más tangible, pero prefiero mantenerme bucólico, que sigue pareciéndome una palabra demasiado rimbombante para definirme simple y llanamente como una persona de pocas palabras.
Esta tarde he sido la Cenicienta en un baile para el que no estaba preparado, que me ha quedado grande, y al que tengo que volver, ya con otros ojos, para darme cuenta que hay libros de 120 páginas que, en realidad, tienen tres mil más escondidas en cada una, como la Rayuela de Cortázar, de la que también brotan historias paralelas, propias y ajenas, con cada página que pasas. Así que dedicaré lo que queda esta semana a releer Si te comes un limón sin hacer muecas para revivir y dejar por escrito todo lo que Pàmies me tenía preparado sin pretenderlo. Aunque sea para cambiar de tercio, de tema, y olvidar que me faltan cosas por escribirte, que aún tengo que sacarte un poco más y engañarme un poco menos. Quién sabe. Lo mismo de sobarte tanto se emborronen los recuerdos y seamos solo matices desenfocados, como una de esas fotografías de cristales moteados de gotas de lluvia y una desenfocada ciudad al fondo que Pàmies me ha mostrado como una alegoría de la vida. De mi propia vida.